Hasta hace pocas semanas, el debate en torno al llamado “problema catalán” provocaba entre la opinión pública española más sensación de desafecto que de preocupación. Sin embargo, tras los acontecimientos del 1-O se ha puesto de manifiesto que la cuestión territorial es, de entre las distintas piezas que componen la crisis política, la de mayor gravedad y trascendencia. Y así parece haberlo entendido la sociedad española. Según el último barómetro del CIS, la independencia de Cataluña se sitúa ahora como el segundo problema más importante de España, sólo por detrás del paro. Se trata de un cambio sustancial, pues hace apenas dos meses prácticamente nadie incluía esta cuestión como una de sus principales preocupaciones.
La mayoría de encuestas publicadas a lo largo de las últimas semanas indican que la política española se adentra a una nueva etapa marcada por la pugna entre Ciudadanos y el PP. Según el barómetro del CIS de enero, Ciudadanos está empezando a romper con la tradicional hegemonía del PP en el espacio de la derecha. Se trata de una novedad muy relevante, pues hasta fechas recientes la competencia entre estos dos partidos se concentraba esencialmente en el espacio de centro.
Desde el inicio del proceso soberanista catalán en septiembre de 2012, el Gobierno de Mariano Rajoy se ha limitado a afrontar la crisis territorial apelando a la Constitución y a la legalidad vigente. Según el Ejecutivo español, no ha existido margen para tomar la iniciativa y alcanzar soluciones políticas pues la negociación con los partidos independentistas es inviable. Ciertamente, no parece fácil establecer vías de diálogo con un Ejecutivo catalán que se siente sujeto a un mandato irrenunciable de ruptura con España tras las elecciones plebiscitarias de 2015.
El apoyo a la independencia se encuentra desde hace meses en una fase de estancamiento e incluso de ligero declive. Así lo muestran las encuestas del CEO: los partidarios de la secesión se encontrarían hoy en cotas más cercanas al 40% que al 50%. A pesar de este ligero retroceso, esta cifra de adhesiones a la independencia es aún suficientemente elevada como para estar en condiciones de ganar un eventual referéndum legal y con garantías.
Es por ese motivo que cualquier Gobierno preocupado por la integridad de su territorio y con cierta aversión al riesgo debería contemplar con muchas reservas el uso del referéndum como instrumento para la resolución política del “problema catalán”. Experiencias como la del Brexit nos enseñan que se puede perder un plebiscito aun partiendo con cierta ventaja en las encuestas. En efecto, el desenlace de un referéndum puede resultar altamente imprevisible y sujeto a la coyuntura cuando las mayorías no son claras, como es en el caso catalán
España se encuentra inmersa en una grave crisis política cuyos dos principales síntomas son la quiebra del bipartidismo y el conflicto territorial en Cataluña. En el debate público se ha tendido a enfatizar excesivamente el primer síntoma a la hora de explicar la parálisis que ha sufrido durante el último año la política española. Ciertamente, el ascenso de Podemos y Ciudadanos ha alterado de forma muy sustancial la lógica de competición partidista de nuestro país, hasta entonces dominada por el duopolio de PP y PSOE. Entonces, España contaba con uno de los Parlamentos menos fragmentados de toda Europa y, hasta la llegada de la Gran Recesión, el bipartidismo gozaba cada vez de mejor salud. Esta tendencia contrastaba con el creciente multipartidismo en el resto de democracias europeas
“Apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento catalán”.
Esta fue la promesa estrella que José Luis Rodríguez Zapatero se reservó para el mitin de clausura de la campaña electoral del PSC de las autonómicas catalanas de 2003. Con el fin de dar último impulso a la candidatura de Pascual Maragall, Zapatero se animó a extender un cheque en blanco a los socialistas catalanes para que pudieran reformar a su antojo el modelo territorial de nuestro país.
En las elecciones generales del pasado diciembre el Partido Popular sufrió una de las más severas derrotas electorales de un partido gobernante desde el colapso de la UCD a inicios de la década de los ochenta del siglo pasado. El PP perdió la confianza de algo más de tres millones y medio de españoles, un tercio de su electorado, y el porcentaje de ciudadanos que aseguran en las encuestas que, con toda seguridad, nunca votarían a ese partido se ha disparado hasta alcanzar máximos históricos.
Las primarias para la secretaría general del PSOE vuelven a poner en relieve las heridas producidas por el Comité Federal del pasado octubre. Los distintos candidatos inician sus campañas destacando sus principales activos. Por un lado, Susana Díaz se presenta como la garante de la estabilidad y la paz interna en el PSOE y quien tiene un mayor pedigrí de ganadora, presentando como aval su triunfo en Andalucía. Por otro lado, los defensores de Pedro Sánchez reivindican su condición de guardián de las esencias de la izquierda y del sentir mayoritario de los votantes socialistas frente a las élites del partido. Ante este escenario polarizado, Patxi López se erige como la única tercera vía capaz de dejar atrás la dañina rivalidad Sánchez-Díaz para la imagen del PSOE.
Tras tres largos años de permanente y masiva movilización en las calles y en las urnas, el independentismo se resiste a ser ese soufflé condenado a desinflarse con el mero paso del tiempo. Las encuestas no parecen indicar que el apoyo a la independencia sufra ningún síntoma inequívoco de agotamiento. Debido a ello, el proceso soberanista parece estar llamado a ser una de las principales turbulencias políticas que marcarán la próxima legislatura.
El pasado domingo Esperanza Aguirre tiró la toalla. Acosada por los casos de corrupción que afectan al PP de Madrid y muy debilitada al no haber logrado la alcaldía de Madrid, Aguirre se despide. Tras su dimisión, a la lideresa apenas le queda poder orgánico y atractivo electoral, por lo que en esta ocasión muy probablemente estamos ante un adiós definitivo. Es por este motivo, que Piedras de Papel quiere rendir un homenaje a unos de los políticos más controvertidos de la escena política española de la última década. Para ello, queremos destacar tres grandes acontecimientos (o fases) que marcaron la carrera política de la lideresa.
Cataluña es una de las regiones más progres de Europa. O al menos eso nos dicen las encuestas. Según éstas, apenas uno de cada diez catalanes admiten abiertamente ser de derechas, una proporción tres veces por debajo de la media europea. Y es que, en Cataluña, el término derecha sufre de una pésima popularidad. La gran mayoría de los ciudadanos tienden a evitarlo a la hora de definirse políticamente y suelen preferir presentarse como de izquierdas o, a lo sumo, de centro.
Según las encuestas, la gran mayoría de los españoles consideran a Podemos como el partido de ámbito nacional con una ideología más extrema. Los ciudadanos sitúan a esta joven formación más a la izquierda que Izquierda Unida. Se trata, pues, de una ideología muy alejada de la mayoría de los votantes, por lo que su atractivo electoral debería ser, en principio, más bien escaso. Sin embargo, pese a esa imagen Podemos ha sido capaz de atraer a simpatizantes de distintas procedencias ideológicas, más allá de la extrema izquierda. En efecto, su espectacular ascenso no solo se ha alimentado de abstencionistas de izquierdas y de exvotantes del PSOE e IU. También ha podido arañar un buen puñado de votos entre los votantes moderados y de la órbita de UPD e incluso del PP.